Subir
de nuevo a la habitación del hotel deleitándose con su olor y su presencia
ausente, le proporcionaba un placer indescriptible. Acariciar las sábanas aún
latentes por un fugaz encuentro, imaginar de nuevo sus apasionadas voces y reposar en aquel sofá testigo de cómplices miradas, conformaban el
mundo ideal de la camarera. Mientras tanto, al fondo del pasillo se vislumbraba
una nueva historia para ilusionar: la habitación doscientos tres.
lunes, 25 de enero de 2016
miércoles, 20 de enero de 2016
Nunca dejes de mirar
Pero
nunca, sin saber bien por qué, dejarán de mirar hacia arriba los niños del
parque. Es habitual verlos rodeados de
vendedores de globos ávidos de su solícita mirada. Después, cuando el cordel se
desliza entre sus delicados dedos para perderse en el cielo, se quedan
embelesados.
Aquel
día sin embargo, no eran los únicos. Una gran multitud contemplaba extasiada lo
que acababa de suceder. Un globo se
elevó hasta el infinito para a continuación dar paso a siete esferas luminosas,
las cuáles, transmitieron paz y bienestar hasta desaparecer.
Ellos,
continuarán mirando.
miércoles, 13 de enero de 2016
Suicidas
Por qué demonios sus dueños los han
abandonado en ese inhóspito lugar, es una duda que Virginia se plantea cada día.
Desde su punto de vista, es tan válido como otro cualquiera, máxime cuando tras
años de sufrimiento y Prozac acaban sumergidos en un mar de apatía y
desilusión. A ella no le importa, porque aunque fue allí buscando tranquilidad para escribir y olvidar
su pasado, en cierto modo se siente comprendida y acompañada por ellos. La
isla reúne las condiciones necesarias: viento y lluvia, poca luz, sin
habitantes y con multitud de acantilados…
miércoles, 6 de enero de 2016
La torre
Era un castillo magnífico, varios
siglos lo contemplaban y aún se mantenía en pie tras diversos avatares a lo largo del
tiempo. Una guerra civil y varias revoluciones estuvieron a punto de reducirlo
a cenizas, pero no lograron que sucumbiera. Con el paso de los años variopintas casas habían ido adosándose al amparo
de sus imperturbables muros; tantas, que al pasear por el adarve podías asomarte y contemplar las casas de piedra coronadas por la rojiza teja, bajo la cual sus habitantes se protegían del frío. La empalizada
original había desaparecido,
mientras que del foso ya nada quedaba puesto que había ido llenándose de piedras
y escombros que posteriormente fueron utilizados en la reconstrucción del castillo.
Esplendorosos periodos de paz y prosperidad
ensalzaron a sus reyes y señores, pero si se
guardaba silencio, aún se podían sentir los lamentos y gemidos de los desgraciados
que cayeron en multitud de sangrientas
batallas.
Al parecer, pasadizos secretos recorrían el subsuelo, desembocando algunos de ellos en el
exterior e incluso dentro de las casas adyacentes.
En una de las
casas-rémora de la fortaleza, bajo una de las torres, vivía un anciano desde tiempos inmemoriales. Su principal ocupación consistía en pasear por
el camino de ronda que recorría todo el perímetro del castillo, disfrutando de las vistas sobre
el pueblo y recordando los viejos tiempos pasados.
Una fría noche,
refugiado al calor de la lumbre y pese a su incipiente sordera, le pareció oír un ruido que
provenía del exterior. A
la vez que intentaba agudizar su maltrecho oído, se dirigió hacia la puerta
para asomarse a la oscura y gélida noche, pero fue lo último que hizo.
Poco después todo se llenó de bomberos y ambulancias con sus estridentes
sonidos y sus cegadoras luces. La torre sur se había desplomado sepultando bajo sus centenarias piedras
la casa del desdichado anciano. En las labores de búsqueda no se halló su cadáver.
Hoy en día, los visitantes
del castillo aseguran oír pisadas entre
sus muros.
lunes, 4 de enero de 2016
Al final del túnel
Ernesto
abrió la puerta y acompañado de su maletín, bajó innumerables escalones hasta
llegar al vestíbulo. Era amplio, y la potente iluminación mostraba sus bellas
paredes revestidas de diminutos azulejos de colores.
Ernesto
era un tipo alto y algo desgarbado. De aspecto serio, sus pobladas cejas y su
profunda mirada acentuaban esa imagen, si bien,
poseía un carácter afectuoso y agradable. Trabajaba en una oficina como
contable en el centro de la ciudad, oficio que alternaba con su gran
aspiración; ser actor. Había representado varios papeles en pequeños teatros,
sin gran éxito, pero no renunciaba a protagonizar el personaje de su vida.
Las
embriagadoras notas de un saxo envolvían el ambiente. Eran interpretadas por un anciano de barba cana, acompañado por
un diminuto perro. A través de su mirada perdida, el mundo carecía de imágenes. Tenía a sus pies un gastado sombrero
con apenas unos céntimos en su interior.
Ernesto depósito unas monedas. El viejo dejó de tocar su instrumento, y pronunciando su nombre, le deseo suerte en su viaje. Era la primera vez que lo veía en su vida.
Sorprendido
y meditando lo sucedido, prosiguió por un interminable pasillo hasta que
finalmente, dio a parar frente a los tornos de entrada. Flanqueaba el acceso un
variopinto revisor, que supervisaba el paso de los viajeros. Vestía una
descolorida guerrera que le quedaba enorme, adornada con botones y solapas
doradas. Su particular indumentaria, era
rematada por una gorra de visera que tapando sus ojos, apenas podía ocultar su
incipiente alopecia. Le pareció entrever una gran cicatriz en su mejilla.
Nada más acceder, distraído, tropezó con otro
viajero que inmediatamente se disculpó. En el rostro de Ernesto se empezó a
dibujar la preocupación, ya que tras el choque, su maletín había caído al suelo y ahora se
encontraba junto a otro exactamente igual. Sin tiempo para reaccionar, el otro
hombre agarró uno de ellos y tras llevarse la mano al sombrero en señal de
saludo, desapareció rápidamente de su vista. Con celeridad, Ernesto cogió el
otro maletín, comprobando con alivio que
se trataba del suyo sin ningún género de dudas.
Ya
mas sosegado, llegó al abarrotado andén. Se trataba de la hora punta y
numerosas personas se dirigían a sus trabajos. Contempló varias personas
trajeadas portando un maletín, militares
de uniforme seguramente disfrutando de un merecido descanso tras su periplo
colonial, obreros enfundados en sus monos azules, y también algún religioso
vistiendo su hábito. En aquel momento, sintió algo extraño. Giró su cabeza y
pudo comprobar cómo un carrito con un bebé en su interior, caía a la vía en el
preciso instante que llegaba el tren. No dudó un segundo y saltó al foso.
Decenas de gritos se mezclaron con el ensordecedor chirriar de las ruedas al
frenar. Los segundos se hicieron
interminables hasta que por fin, apareció con la criatura entre sus brazos.
Ernesto, milagrosamente, había logrado salvar al bebé, que ahora lloraba desconsoladamente
abrazado por su madre.
Nadie
sabía cómo había podido suceder semejante fatalidad. Algunas mujeres de
avanzada edad, chismorreaban en corrillos improvisados acerca de la negligencia
cometida por la madre; sin embargo en otros grupos comentaban haber visto a un
siniestro personaje merodeando cerca, justo antes del percance. Algunos decían
que vestía sombrero y capa negra, portando un afilado bastón. Otros, que poseía
un rostro enjuto y macilento. Los más convencidos, que una horrenda cicatriz
cruzaba su cara. El temor se extendió entre el gentío, recordando al fantasma del túnel.
La
leyenda contaba, que se trataba de un viajero que años atrás fue empujado a la
vías, siendo despedazado al paso del convoy. Sin embargo, jamás se encontró su
cadáver, siendo muchas las conjeturas que se hicieron sobre el caso. Desde
aquel accidente, cientos de personas a lo largo de los años aseguraban haber
oído una especie de lamentos o gemidos que provenían de la oscuridad del
túnel. Los más escépticos lo tomaban a
broma, identificando los alaridos, con el sonido del metro. A partir de
entonces, varias personas perecieron arrolladas por el tren, extendiéndose el
pánico por toda la ciudad. Los
testimonios de testigos que no vieron a ningún agresor, y la falta de pruebas
en las investigaciones por parte de la policía, apuntaban a supuestos
suicidios. De cualquier manera, la gente rápidamente relacionó al individuo de
la cicatriz con el fantasma. Este rumor
duró hasta que alguien comenzó a aplaudir a Ernesto por su heroicidad. La
conjetura se hizo añicos, y los vítores y aplausos dedicados al salvador se
prolongaron durante varios minutos. Ernesto enrojeció de vergüenza. Mientras
tanto, alguien comentó haber oído unas espeluznantes carcajadas que llegaban desde el oscuro túnel.
Clara, la mamá, se encontraba aún
conmocionada. Sus grandes ojos marrones reflejaban de manera cristalina el
terror que había sentido minutos antes. Visiblemente emocionada, agradeció de
corazón a Ernesto su heroica y valerosa actuación. Este, se ofreció a acompañar
a la madre y su bebé en su trayecto, insistiendo que no suponía ninguna
molestia para él. El retraso de los trenes por el accidente, les proporcionó
bastante tempo para charlar. Sin apenas conocerse, surgió la atracción; congeniaron
hasta tal punto, que en su diálogo se confesaron cosas que nunca antes habían
contado a nadie. La conversación fluía de manera natural. Desinhibidos tras el
trance, parecía que se conocían desde hacía mucho tiempo, compartiendo gustos
y puntos de vista. Cada uno iba
interiorizando lo que decía el otro, como si de sus propios sentimientos se
tratase. La conexión fue total, flotando
algo mágico en la estancia. Al mismo, el
neonato ya repuesto del fatal accidente, dormía plácidamente sobre el regazo de
su madre, sin inmutarse. Se fueron sucediendo las paradas sin distinción
alguna, hasta que desgraciadamente llegó el
inevitable momento de la despedida. Clara cogió sus cosas, y empujando
el carrito se dirigió hacia la salida.
La separación fue dolorosa, pese
a que apenas había transcurrido una hora desde el encuentro. - ¿Nos volveremos a ver? – preguntó él-. Ella respondió con un papel que deslizó entre sus
manos, a modo de despedida. Ernesto lo guardó en su bolsillo, como si se
tratase del bien más preciado del mundo.
Jamás
pensó que volvería a sentir algo parecido después del accidente de su familia.
Sucedió años atrás. Un convoy descarriló lleno de pasajeros, falleciendo la
mayoría de ellos. En la investigación se descubrieron las precarias condiciones
de las instalaciones y su mantenimiento.
El conductor fue el cabeza de turco y no hubo ningún responsable más. Ernesto descubrió
la implicación del juez del caso. Había sido sobornado. El sistema estaba
corrompido y él se encargaría de hacer justicia.
Inmerso
en sus pensamientos, tenía desatendido su maletín. Se tranquilizó al comprobar que estaba a buen
recaudo. Tenía clara su misión y no podía fallar. Llevaba meses estudiando el
plan a seguir. Se dirigía a la casa del
juez, donde una vez allí, colocaría la
bomba en su despacho. Una vez su familia abandonase el hogar rumbo al
aeropuerto y el magistrado se encontrara en su oficina, la haría estallar.
La
noche de la espera se hizo larga. El gélido viento del norte traía el sonido de
un campanario cercano. El frío y la humedad que provenían del río, calaban sus
huesos haciendo mella en ellos. El interior del coche se había transformado en
una nevera, y ni siquiera el café del termo le proporcionaba consuelo; sentía
temor por ser descubierto. Las agujas
del reloj marcaban más de las diez. De la puerta principal de la casa salió una
mujer. Ernesto no daba crédito a lo que estaba presenciando. Se trataba de
Clara. El azar podía ser así de cruel,
pensó, tanto que en su mente se acumularon sentimientos encontrados,
impidiéndole apretar el botón. Tras
dudarlo unos minutos, desistió en cometer el crimen.
Cabizbajo,
regresó a la estación sin poder quitarse de la cabeza la imagen de Clara.
Fantaseaba con volver a verla aunque sólo
fuera un instante, oír su voz, sentir su presencia; algo.
Cuando
despertó, sintió un frío sudor
recorriendo su maltrecha anatomía. Los temblores zigzagueaban por su
cuerpo desde los pies a la cabeza. La reseca garganta y una intensa jaqueca,
completaban el diagnóstico. Un desconchado muro lleno de indescifrables
grafitis, le servía de apoyo. Giró el cuello, e inmediatamente reconoció aquel lugar. Se trataba de una
antigua estación de metro abandonada cercana a su domicilio. Dejó de prestar
servicio décadas atrás, y ahora tras ser rehabilitada recuperando su esplendor
de antaño, daba uso como museo satisfaciendo la curiosidad y deleite de los
visitantes.
El
insomnio, unido al descuido de una puerta abierta, habían servido como
catalizadores de su viaje. Alucinado aún por lo vivido, o quizá mejor dicho por
lo soñado, Ernesto dudaba entre volver a su piso o regresar a los túneles. Se
encontraba agotado, pero le pudo más la curiosidad por saber si realmente había
sucedido, o quizá el engañarse a sí mismo buscando que se cumpliese un sueño
irrealizable.
Volvió
de nuevo a bajar las escaleras, pero esta vez, sólo lucían las luces de
emergencia. Los potentes focos del vestíbulo ya no alumbraban, tampoco se
podían observar los bellos mosaicos de colores que decoraban las paredes, ni
disfrutar del sonido del saxo inundando los pasillos del suburbano. Se acabó,
su sueño no se cumpliría.
Deprimido
y agotado se dirigió a la salida y empujó la puerta. La claridad iba dando paso
a un nuevo día. Maldijo aquella puerta abierta a un mundo de ilusión y
fantasía, que ahora, ya estaba cerrada. Allí abajo había conocido al amor de su
vida, Clara. El no poder volver a verla nunca más, le deprimió hasta la
extenuación. Caminaba sin rumbo por la ciudad, mientras comenzaba a amanecer. En la lejanía, sonaba el ruido del tráfico.
Lloviznaba sobre la metrópoli, y algunos viandantes con los que se cruzaba
abrían sus paraguas. Le dedicaban miradas de extrañeza por su aspecto, y se
dirigían con celeridad hacia las otras paradas de metro; las reales. Los altos edificios aumentaban su
sensación de agobio, y lo único que deseaba era regresar a su hogar y poder
dormir. Su última esperanza era soñar
con Clara.
Al
final, tras su azaroso viaje, llegó a casa. Empezó a buscar las llaves, sin tener éxito.
Lamentándose por el contratiempo, pensó
que probablemente se habían extraviado. Comenzó a barajar otras opciones, pero de
repente, palpó algo en un bolsillo. En su lugar descansaba un papel doblado.
Tras abrirlo, su rostro se iluminó; tenía un número de teléfono.
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