Herminio
pedaleaba con fuerza sobre su vieja bicicleta sin piñones. Corrían los años
cuarenta y el negocio de la venta de pescado era duro. Su jornada laboral
consistía en recorrer ochenta kilómetros acarreando cien kilos de peces y
mariscos. Tanto el cruel invierno como el sofocante calor eran sus compañeros
de viaje a través de los montañosos pueblos de Ávila. Herminio prosperó, así
que junto a su mujer montó una pescadería en la
ciudad de la muralla. Fue allí cuando comenzó a competir en carreras
ciclistas con gran éxito, hasta tal punto que se le conocía por el apodo de “El
pesca”.
-¡El siguiente!-gritó el
pescadero.
-¡Yo!-contesté con cara de
besugo. Me había quedado ensimismado contemplando el cartel que colgaba de la
pared de la pescadería, donde se narraba
la historia de Herminio. Su hijo había heredado el negocio familiar y era ahora
el que trabajaba con los frutos del mar. El anciano padre ya no estaba allí...”El
pesca”, junto a su inseparable bici, seguía pedaleando.