Recuerdo
el olor de la churrería los domingos por la mañana. Recuerdo también pintar con
tiza las aceras para jugar a las chapas, los corrillos de chavales cambiando
cromos, y los partidos de fútbol en la
plaza del barrio. También recuerdo a los vecinos en la calle sentados en sus
sillas, amparados al fresco del anochecer tras una calurosa jornada. La
megafonía del camión de la chatarra en busca de algún viejo trasto, o la voz
del afilador ofreciendo sus servicios, son sonidos que traen a mi memoria
aquellos años de mi infancia; años que ya no volverán.
Al cabo
de mucho tiempo, cuando regresé, todo había cambiado. En lugar de la churrería había
un bazar, los niños ya no jugaban en la calle ni pintaban con tiza las aceras.
El chatarrero y el afilador eran personajes del pasado, algunos vecinos ya no
estaban, y los que quedaban tomaban el fresco en sus terrazas. Apesadumbrado, cerré
los ojos e intenté evocar aquella época añorada. Al abrirlos, sonreí: un olor a
churros envolvía el ambiente, de fondo se oía la voz del afilador, y los niños volvían a jugar en la calle. Ese si era
mi barrio.